domingo, 15 de abril de 2012

España, perdiste, de Hernán Casciari

De todos es conocida la tendencia de los mediterráneos a la hipérbole. Andaluces, italianos, griegos... todos hacen de la exageración un arte. Una parte de esos exagerados italianos emigraron tiempo ha a la Argentina, y los espacios abiertos de la Pampa fueron un acicate a la innata tendencia, que allí alcanzó límites insospechados. Por eso hay una porción de argentinos —aquellos que, como este autor, lucen un apellido italiano— para quienes la exageración es el tono neutro. Son estos individuos que lloran de alegría ante un bote de dulce de leche, que se arañan la cara y se rasgan la camisa cuando su equipo pierde un partido, que subliman el insulto espetando un "la puta madre que los recontramil parió", o que juran que jamás en su vida vivirán en otra parte del mundo, y eso a pesar de que su país —y ellos mismos lo admiten— no para de porculizarlos.

Hernán Casciari era (y es) uno de estos argentinos. Y llevado por una de las muchas contradicciones que, por fuerza, abundan en la vida de estos seres, siendo ya un argentino de pro se enamoró en un chat de una catalana, se casó y tuvo una hija con ella, y, rompiendo su juramento de juventud, se fue a vivir a Barcelona donde, según tengo entendido, sigue viviendo actualmente. Cuando uno de estos superargentinos se desarraiga de tal modo de su patria —y voluntariamente además—, se rompe el equilibrio que mantiene controlada su hiperbolicidad, y ésta se infla hasta el punto de que puede hacerlos explotar. Para evitar tal desastre nuestro protagonista decidió abrir un blog que le hiciera de válvula de escape. Un blog en el que expresar toda su frustración y su nostalgia. Un blog donde promenorizar todo su odio contra las múltiples pequeñeces que hacen de España un lugar tan distinto de Argentina. Un blog donde hacer el parte de guerra de una contienda contra un enemigo que ni siquiera es consciente de serlo. Y así nació España, perdiste, justo en el momento en que, cautivo y desarmado el ejército argentino y a punto de claudicar y volver a su patria por la carencia de dulce de leche, La lechera decide que hay mercado suficiente en España y lanza este producto, para regocijo de argentinos desarraigados, a quienes proporciona el balón de oxígeno que necesitaban para poder sobrellevar su precaria subsistencia de argentinos desarraigados en un país hostil. Así comienza su blog, en las propias palabras de Casciari.

Lo que yo he leído no es el blog, sino el libro. Yo tuve noticia de él muy tarde, por algún comentario que leí en Menéame. Leí algunas entradas, me reí a placer, y supe que el blog se había convertido en libro y que circulaba descargable por la red. Él mismo cuenta la historia en una magnífica charla TED donde critica abiertamente el papel de sanguijuelas que ejercen las editoriales y su nefasto efecto sobre la creatividad, a la vez que explica su experimento para sobrevivir como autor al margen de ellas.

Casciari escribe muy bien. Y, dotado de ese innato arte para la hipérbole, es muy gracioso. Sabe manejar la exageración como recurso expresivo: con ella es capaz de hacer divertida una historia dramática, o dejar traslucir amor en un relato de odio, o mostrar simpatía expresando desprecio. En sucesivos capítulos nos cuenta cómo echa de menos los bidés argentinos; cómo conspira para que su hija, destinada a aprender catalán, aprenda a decir ché; cómo odia a los que se atreven a glosar a Borges; cómo le desconciertan las navidades heladas, o cómo su imagen idílica de la Argentina se le cae cada vez que va allí de visita. También, como observador externo, señala algunos de los vicios patrios que más le avergüenzan como ciudadano español obligado. Y por último, de vez en cuando se descuelga con alguna ocurrencia disparatada. En particular, recuerdo un capítulo sobre inventos destacados de la humanidad con el que he llorado de risa.

Personalmente creo que hay pocas cosas más graciosas que un argentino exagerado, en especial uno que, como éste, está dotado de un gran sentido del relato. Debe de ser un gran conversador. Y definitivamente es un tipo que me cae bien. Si queréis reíros, os recomiendo leeros el libro. Tiene pasajes memorables. Por mi parte, creo que no va a ser la última vez que aparezca una entrada de Casciari en el blog.

viernes, 13 de abril de 2012

Entropy demystified, de Arieh Ben-Naim

"The second law reduced to plain common sense", reza el subtítulo de este libro (que, por cierto, desde hace poco tiene versión en castellano). Creo que el subtítulo describe perfectamente su target: si no sabes que la segunda ley es puro sentido común, entonces este es tu libro. Hace tiempo supe de él por Raúl Toral. En aquél momento no lo leí porque me dijo que los que hemos dado mecánica estadística no tenemos nada que aprender de ese libro. Así que lo dejé de lado y si lo he leído hace poco es porque me han pedido que cuente lo que es la entropía en un post "al alcance de los navarros", y para eso este libro resulta muy útil.

Si entiendes la conexión entre microestados y macroestados este libro no te va a revelar nada que no sepas, y puedes ahorrártelo. Si, por el contrario, eres de los que creen que la irreversibilidad de muchas leyes de la física es todavía un misterio, entonces no puedes dejar de leerlo, porque tienes una seria laguna. Ese asunto lo zanjó Boltzmann hace más de un siglo (y resulta de lo más chocante que aún se escriban artículos tratando de dilucidar el origen microscópico de la irreversibilidad). Por lo demás, como el libro pretende ser muy pedagógico y transmitir los conceptos al alcance del vulgo, resulta sumamente plasta, así que si la entropía no tiene secretos para ti y aun así te da curiosidad el libro, te recomiendo una lectura diagonal para sobrellevarlo mejor. No quiero ser tampoco excesivamente negativo: hay algunas discusiones interesante sobre aspectos más sutiles. Hay una encendida defensa de la identidad entre la entropía física y la de teoría de la información  de Shannon que nunca había visto escrita de forma tan explícita y que suscribo totalmente. Así que, en suma y con todo, no es un mal libro, y desde luego es una lectura obligada para buena cantidad de gente, estudiantes de física incluidos (a mí mismo me habría venido de perlas este libro en aquél momento; habría contrapesado tanta "misconcepción" académica como me transmitieron).

domingo, 8 de abril de 2012

Me llamo rojo, de Orhan Pamuk

"Ahora estoy muerto, soy un cadáver en el fondo de un pozo. Hace mucho que exhalé mi último suspiro y que mi corazón se detuvo pero, exceptuando el miserable de mi asesino, nadie sabe lo que me ha ocurrido".
Así comienza esta novela, una de las más conocidas del escritor turco Orhan Pamuk, premio Nobel de literatura en 2006. Como el párrafo sugiere, en un nivel superficial la novela trata de la resolución de un crimen, pero como del mismo párrafo se desprende, no es simplemente una novela de género: en efecto, los muertos hablan, describen su muerte, nos dicen qué sienten desde el otro lado.

Se trata de una obra compleja que contiene diversos niveles que se entremezclan. Además de una novela de crímenes es también una historia de amor; pero sobre todo es un relato sobre la tradición pictórica de ilustrar libros. Ese es el verdadero tema de la novela. Pongo en antecedentes. Estamos entre finales del siglo XVI y comienzos del XVII. Sobre una antigua tradición persa, los turcos han desarrollado un arte pictórico cuyo objetivo es ilustrar relatos. Pero esto les crea un profundo conflicto porque el Corán prohíbe la representación de figuras humanas y de animales, a las que considera ídolos. Por eso han construido una monumental paja mental acerca del arte del dibujo, que se apoya fuertemente en imitar la tradición, en la huida del estilo personal, y en entender la imagen como un intento de captar la visión de Alá. No conciben la pintura más que como un complemento de la historia que ilustra; intentan ajustarse a modelos canónicos introducidos hace siglos; nunca firman los dibujos, y sus pinturas carecen de perspectiva, de sombras, de coherencia visual, porque pretenden emular la imagen tal como la ve Alá, no el hombre. Algunos ejemplos ilustrarán mejor de qué hablo.

La imagen de la derecha es un antiguo óleo persa que representa a una mujer tocando un instrumento. En ella ya se pueden ver los elementos que caracterizan este estilo pictórico: la falta de perspectiva (la imagen es plana, aunque sorprende un poco el relieve que muestra la falda), la iconografía impersonal (el dibujo no parece representar a nadie en concreto, sino más bien la idea de una mujer joven y guapa), el detallismo, el gusto por los colores, la sensualidad... Conocemos la escuela a la que pertenece la pintura pero no a su autor.
Los turcos hicieron suyo este estilo pero lo aplicaron a la ilustración de textos que narran historias. A la izquierda aparece la página de un libro en el que se narra la historia de amor (que en la novela aparece citada incontables veces) de Hüsrev y Sirin, concretamente la escena en que aquél descubre a ésta bañándose desnuda en el río (una historia que debía de ponerlos muy cachondos). La imagen tiene los mismos elementos estilísticos, si acaso más acentuados. Además, una característica importante de estas imágenes es que no las podían concebir si no era para ilustrar una historia. Debido a sus prejuicios islámicos, pintar por pintar les horrorizaba.

La última imagen representa la caza de un rinoceronte. Es una ilustración típica de un libro en el que se narran las hazañas de algún sultán, bajá, u otro hombre importante. A los mismos elementos estilísticos se le añade el amontonamiento típico de estas escenas de caza o de guerra. Como no hay perspectiva en las imágenes, las figuras aparecen amontonadas, superpuestas, y el resultado final es un follón de color, no exento de atractivo.

No cabe duda de que esta tradición pictórica ha dado imágenes muy hermosas. Las tres que pongo aquí son una muestra de ello. No solo eso: debido a su carácter narrativo (exceptuando quizá la imagen persa), se prestan a ser contempladas largo rato tratando de dilucidar la historia que ilustran. El reto de estos artistas consiste en ser capaces de transmitir hasta los elementos abstractos del relato sin dotar apenas a sus figuras de expresividad, tan solo usando el color o la composición. Ya digo que las prohibiciones del Islám se prestan a estas pajas mentales.

La novela se centra en un momento crítico de esta tradición. Este arte sobrevive a duras penas frente al fanatismo religioso de algunos imanes. Sus artistas son considerados pecadores por una buena parte de la sociedad. Para colmo, no reciben más reconocimiento que el que procede de la voluntad voluble de su mecenas (el sultán, bajá o gran señor que les hace los encargos): no pueden firmar sus obras, no pueden expresar un estilo propio, no pueden comerciar con su arte (aunque clandestinamente la mayoría lo hacen, en especial vendiendo imágenes pornográficas). Y en esta situación los turcos descubren el arte occidental. Y lo hacen en un momento en que la escuela veneciana ha descubierto la perspectiva y la luz. Y quedan, a la vez, fascinados y horrorizados por lo que ven. Descubren que se puede pintar exactamente lo que uno ve y no solamente imitando la visión de Alá; pero al mismo tiempo, ver representadas a las personas tal como son les parece un horrible ejercicio de idolatría. Les cortocircuita la mente el que los francos (como ellos llaman a los occidentales) encarguen retratos a los artistas y los cuelguen en sus casas y palacios. Pero el arte es poderoso, y el nuevo estilo les atrae. El conflicto se introduce en el relato a través de un personaje, el Tío, un exembajador en Venecia que quedó fascinado por la pintura de los infieles y que a su vuelta convence al Sultán para crear un libro que narre la grandeza del Imperio Otomano ilustrado al estilo de los francos, con idea de regalárselo al Dux de Venecia y que éste quede intimidado por el poder del Islám. Por supuesto, el libro ha de hacerse clandestinamente porque incurre en un gravísimo pecado y su existencia puede desatar la ira de los imanes.

El punto en que la historia comienza es el asesinato de uno de los ilustradores a manos de otro para evitar que el cargo de conciencia que siente lo lleve a denunciar la existencia del libro. Negro, un sobrino de ese Tío que acaba de volver de un exilio de doce años al que se autocondenó cuando el Tío se negó a que se casara con su hermosa hija, de la que estaba, y aún está, enamorado, es el encargado de resolver el crimen. A su vuelta encuentra a su amada viuda de facto, porque hace dos años que su marido no regresa de la guerra. Además vive de nuevo en casa de su padre porque su cuñado la acosa. El regreso de Negro reabre la historia de amor, que se entrelaza fuertemente con la resolución del crimen. Para descubrir al asesino debe profundizar en el arte de la ilustración, y toda la novela es eso: un viaje al corazón de ese arte, a sus entresijos, sus conflictos, sus pasiones y sus miserias.

En el aspecto formal, la novela está narrada a muchas voces: cada capítulo está contado desde el punto de vista de un personaje, normalmente alguien que aparece en la trama del capítulo anterior y que toma el relevo de la narración. Los narradores van desde los protagonistas a los muertos, pasando por las propias imágenes (que toman voz a través de un cuentista de un café) y hasta el mismísimo asesino, quien nos habla a lo largo de la novela sin darnos pistas suficientes como para averiguar su identidad. A la vez las escenas que se narran tratan de imitar el mismo arte que describen. Las historias entrelazadas se parecen a las ilustraciones, los personajes parecen arquetipos, la perspectiva es plana, ingenua, y el detalle y el color son la base de la narración. Es una novela compleja y ambiciosa, de un espíritu muy oriental. Por eso hasta más o menos la mitad la leí fascinado. Pero luego el relato se empantana. Cae en el exceso de lirismo, en la descripción detallada de imágenes ad nauseam y se vuelve, simple y llanamente, aburrida. El relato no progresa, los personajes (como en las ilustraciones) no adquieren relieve y, admitámoslo, describir imágenes no es igual que verlas. Por eso, aunque hojear un catálogo pueda ser entretenido, asistir a su descripción pormenorizada resulta insufrible. Y es que el libro acaba siendo eso: un extenso catálogo de imágenes. Para colmo, la resolución de la novela es pobre. Aunque parece que el examen de tanta ilustración es clave para identificar al asesino, al final resulta que no, y uno se queda con la sensación de "¿y para qué me has contado todo eso?"

En definitiva, una novela difícil de clasificar. Con un comienzo brillante y un planteamiento narrativo genial, pero en última instancia larga y aburrida. Ello no obstante, la novela ha recibido numerosos premios y su autor es un Nobel (aunque en literatura eso puede ser más un motivo de prevención que un aliciente), así que podría ser mi falta de sensibilidad la que me ha impedido disfrutar de la lectura de sus casi setecientas páginas. Vosotros mismos.