viernes, 1 de mayo de 2015

Así es la música, de John Powell

Cuentan que cuando Stendhal visitó la Basílica de la Santa Croce de Florencia le sobrecogió su belleza de tal manera que empezó a sentirse mal: «Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme.» Por este motivo se ha dado en llamar síndrome de Stendhal a este cuadro psicosomático que se manifiesta en «un elevado ritmo cardíaco, vértigo, confusión, temblor, palpitaciones, depresiones e incluso alucinaciones cuando el individuo es expuesto a obras de arte, especialmente cuando éstas son particularmente bellas o están expuestas en gran número en un mismo lugar» (véase la Wikipedia al respecto).

Dejando a un lado la histeria romántica de la que hace gala el escritor galo, lo cierto es que no conozco a nadie a quien le hayan dado semejantes palpitaciones por la contemplación de una pintura, una escultura o una catedral. Sin embargo, si hablamos de música la cosa cambia. De todas las artes, la música es la única que (a mí al menos, pero creo que a mucha gente) produce efectos «somáticos». No quiero decir con esto que uno sufra con frecuencia los arrepucios cerendengues que aquejaron a Stendhal, pero sí que hay que admitir que la música influye en el estado de ánimo, y mucho. Te puede poner triste o eufórico; puede hacer que se te erice el vello; puede hacer que se te encoja el estómago o que contengas la respiración; puede llegar a acojonar mucho (pensad en los batallones de gaiteros que usaba el ejército británico con ese fin; para mí, como para los «bárbaros» a los que conquistaban, el sonido simultáneo de cientos o miles de gaitas es lo más parecido a la idea del infierno).

(Es posible que en este punto alguno esté pensando: «bueno, el séptimo arte puede producir estados anímicos similares». Sí, desde luego, pero no olvidéis que el cine lleva música. Tratad de recordar si cuando experimentáis esas alteraciones está o no sonando música.)

Y aun así, aunque yo padezco esa variante descafeinada del síndrome de Stendhal cuando escucho cierta música (y sólo en el caso de la música), soy un completo ignorante de sus arcanos. Y eso me jode, y mucho. Por eso llevo años leyendo todo lo que cae en mis manos sobre teoría musical accesible a un profano, con el fin de ver si puedo vislumbrar alguno de los secretos de esta sigular arte. Algo he avanzado gracias a ello, aunque sólo sea en tener algo de jerga, pero he de reconocer que aunque he leído sobre tonalidades, modulaciones, escalas, modos o ritmos, no tenía en la cabeza más que una nebulosa de conceptos bastante mal engarzados, esa es la verdad.

Hasta que he dado con este libro.

¿Y qué tiene este libro que lo diferencia de los demás? Bueno, varias cosas. Su autor no es músico, sino físico, aunque aprendió joven a tocar la guitarra (conozco a otro como él, pero lamentablemente no ha escrito nada, que yo sepa). Eso hace que su aproximación a la música difiera considerablemente de la de un músico de formación, que son los autores habituales de los libros de divulgación que he leído. Quizá porque yo también soy físico, parece que el libro responde perfectamente a las preguntas que yo me haría. Pero Powell va más allá. Tiene una aptitud pedagógica notable y creo que ha sabido escribir, de verdad, un libro para profanos. Para profanos de todo tipo. Hay dos cosas que borda en el libro, de una forma que me ha parecido admirable. La primera es que cuenta la teoría de Fourier (no se puede entender la música sin entender la teoría de Fourier) de una forma perfectamente asequible para cualquiera... ¡sin usar ni una sola ecuación! Algo que, si me hubieran preguntado antes, habría dicho que es imposible. Y la segunda, la que a mí me ha resultado más útil, cuenta la armonía de manera que hasta yo la he podido entender. Ahora, por fin, creo que tengo una idea clara de por qué las escalas son las que son; de por qué la escala pentatónica suena siempre bien; de por qué hacen falta dos notas más para enriquecer la escala; de qué es la tonalidad y cómo funciona; de qué son los modos y cómo funcionan; de por qué la música celta suena de esa forma tan particular (está escrita en modo dórico)... En fin, sigo sin ser un experto en armonía; sigo sin poder reconocer una tonalidad al oírla (poca gente puede) o tan siquiera un modo (aunque noto la diferencia con los modos mayor y menor habituales); pero ahora tengo la lógica de la armonía en mi cabeza. Por ejemplo, puedo reconocer cambios de tonalidad. Me he percatado que Miles Davis en Kind of Blue cambia de tonalidad (modula, dirían los expertos) cada pocos segundos, dando ese efecto tan característico del jazz (escuchad el comienzo del álbum y antes del minuto y medio habréis oído un buen puñado de ellas —en particular esa que todo el mundo reconoce en cualquier tema, en 1:05). En definitiva, por primera vez tengo la impresión de que todo encaja. Sé que es así porque me he permitido extrapolar la teoría más allá de lo que el libro cuenta (por ejemplo, he investigado con un piano online los cinco modos de la escala pentatónica, algo que el libro sólo menciona de pasada, para descubrir que uno de ellos —creo recordar que el que empieza en La— es la escala del blues).

Estoy encantado con el libro. Además, es una delicia leerlo. No sólo es pedagógico y va al grano, no sólo te ahorra toda la jerga pedante (algo que te avisa desde el principio), es que además está escrito con mucha gracia, con un sentido del humor muy británico —me he llegado a reír a carcajadas de alguna de las ocurrencias del señor Powell. Si eres como yo, que te interesa mucho la teoría musical pero no tienes ni idea de música y lo único que sabes tocar es la zambomba y sólo regular, este es tu libro y no deberías perder tiempo en dejar lo que estés haciendo y leértelo.

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