miércoles, 24 de junio de 2015

Tres vidas de santos, de Eduardo Mendoza

Lo grande de los maestros es que, cuando menos te lo esperas, van y te sorprenden. Y Mendoza es uno de ellos. Uno indiscutible. Desde que leí Riña de gatos no había conseguido leer nada de él que estuviese a la altura. Probé con la cuarta entrega del detective innombrado, con el Pomponio Flato, y con El último trayecto de Horacio Dos. Ninguna está mal, pero son obras menores. Ya sabéis, están muy bien escritas, es una delicia leerlas, pero les falta el punto de brillantez que tiene en otras obras. Y mira tú por donde me lo voy a encontrar donde menos lo esperaba: en esta recopilación de tres relatos de tres épocas distintas que no fueron pensados para concurrir en un mismo volumen, pero que por las razones que sean han acabado juntos en uno.

Lo primero que intriga es el prólogo del autor. En él explica lo que acabo de decir y trata de buscar un nexo de unión a tres obras disconexas que, por construcción, no lo tienen. Según él, ese nexo lo describe el título: Tres vidas de santos, pero se apresura a aclarar que no se trata de santos al uso; de hecho, la religión, si es que la tienen, es superflua en ellos. «En rigor», explica Mendoza, «no son santos o lo son en una tercera categoría que la Iglesia no reconoce e incluso condena. Son santos en la medida en que consagran su vida a una lucha agónica entre lo humano y lo divino. Dicho de otro modo: su vida trasciende lo humano en la medida en que poseen una visión global de la existencia que los demás disolvemos en el prosaico desglose de los días. La mayoría de estos santos que no lo son parte de una idea equivocada, de un trauma psicológico. La devoción con que se entregan a esta desviación de un modo excluyente y su disposición a renunciar a todo es lo que los asemeja a los santos.» Ejemplifica esta «tercera categoría» de santos con personajes como Hamlet, don Quijote, el capitán Ahab o Raskólnikov. Y añade: «Si prescindimos de criterios religiosos o morales, estos falsos santos no se diferencian mucho de los santos de verdad. Y tanto los unos como los otros tienen algo de repelente. Los anacoretas o los mártires, voluntarios o involuntarios, cualquiera, en fin, que hace del victimismo y el dolor su razón de ser contraría nuestra manera de entender la vida, pero en su descargo se puede decir que su misma actitud los margina de la sociedad [...]. En cambio los que pertenecen a la tercera categoría, los expulsados del santoral, cultivan sus obsesiones precisamente en su relación con los demás, aunque estos no quieran, y sin relación causal aparente causan daño y desgracia a sus semejantes, especialmente a quienes tienen más cerca, sin excluir a los seres queridos y sin renunciar al crimen en la búsqueda de lo absoluto. Todos ellos transitan por las zonas más oscuras del espíritu.» Intrigante, ¿no?

Los tres relatos son buenos, pero el primero y el tercero me han parecido magistrales. Sorprende saber que no han sido concebidos para ir juntos, porque después de leer el prólogo, los tres ilustran a la perfección esas actitudes vitales extremas, obsesivas, que acaban perturbando de un modo u otro, nunca para bien, a quienes los rodean, especialmente a quienes los ayudan. Se ve también la progresión del estilo narrativo: el primero recuerda mucho la forma de narrar de La verdad sobre el caso Savolta (que, por cierto, este año cumple su 40º aniversario); el último, en cambio, refleja un estilo más sutil, más escueto, más denso en significados...

En fin, como decía, una inesperada y muy grata sorpresa.

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