miércoles, 5 de abril de 2017

El cero y el infinito, de Arthur Koestler

Como comenté en una reseña anterior, estaba leyendo cosas relacionadas con la historia de la ciencia y en particular con la vida Galileo. A raíz de mi reseña del libro  El enigma de Copérnico, de Jean-Pierre Luminet, un colega, Javier Galeano (autor esporádico en este blog), me recomendó el libro Los sonámbulos, de Arthur Koestler, así que me puse a buscarlo. He de decir que lo encontré y me leí varios capítulos relacionados con Galieo y Kepler que me encantaron, así que investigué un poco sobre el autor y descubrí a un tipo extraordinario. Vale la pena leer el pequeño resumen de su biografía que tiene la wikipedia en español (en inglés es mucho más completo) para darse cuenta de la dimensión del autor. El caso es que me llamó la antención este libro, cuya contraportada dice:

Rusbashov, miembro de la vieja guardia bolchevique y héroe de la Revolución Soviética, ha sido encarcelado acusado de traición al gobierno de Moscú. Es incitado a autoinculparse de una serie de delitos y traiciones que no ha cometido, pero termina por confesar a fin de salvar la Revolución. Esta obra cumbre de la literatura política nos ofrece un testimonio excepcional de la angustia que sufrieron cientos de antiguos miembros del Partido que desaparecieron, fueron encarcelados y juzgados o llegaron a autoinmolarse para salvarlo.
Un poco más nos cuenta la Wikipedia
La historia está ambientada en las purgas estalinistas de los años 30 y los juicios de Moscú. El autor, que conocía personalmente a algunos de los acusados en dichos procesos, muestra así su decepción con los ideales comunistas que había profesado previamente, ante la desmantelación de la revolución que Stalin ejecutaba en esos mismos momentos. Aunque todos los personajes tienen nombres rusos, ni Rusia ni la URSS se mencionan explícitamente, mientras que el alter-ego de Stalin, apenas descrito como una distante presencia amenazadora, recibe el nombre de Número uno.
Con el «grato» recuerdo de la lectura del Ruido del tiempo, de Barnes, decidí leerlo. El libro es una profunda reflexión política acerca de si el fin justifica los medios.  Rusbashov es un miembro de la vieja guardia, muy cercano al «Número uno», un comisario del pueblo, pero que llegado el momento cae en desgracia y es acusado durante las famosas purgas estalinistas de los años 30. La historia trascurre en su totalidad desde el momento en que Rusbashov es encarcelado hasta su ejecución. Sí amigo lector, aquí no hay finales felices, lo siento mucho; aquí Koestler hace lo mismo que Orwel en sus magníficas Rebelión en la granja y 1984, nos deja sin ninguna esperanza, con la única salvedad que  Koestler está relatando hechos «más reales» que los que contaba Orwell.

El libro es soberbio. Algunos capítulos comienzan con el supuesto diario de  Rusbashov, que nos deja perlas como estas:
La política puede ser relativamente limpia en los períodos tranquilos de la historia, pero en los momentos críticos la única regla posible es la vieja norma de que el fin justifica los medios. Nosotros introdujimos un neomaquiavelismo en este siglo; los otros, las dictaduras contrarrevolucionarias, no han hecho más que imitarnos torpemente. Nosotros éramos neomaquiavelistas en nombre de la razón universal, y en eso residía nuestra grandeza; los otros lo hacían en nombre de un romanticismo nacionalista, y ese era su anacronismo. Por ello es, que al fin, la historia nos absolverá; pero no a ellos […]


Fuimos tomados por locos porque seguimos cada pensamiento hasta su consecuencia final, y obramos de acuerdo con ello. Fuimos comparados con la Inquisición, porque, como ella, sentíamos constantemente el peso de la responsabilidad por la superindividual vida futura, y, realmente, nos parecíamos a los grandes inquisidores en que perseguíamos las semillas del mal no solamente en las acciones de los hombres, sino en sus pensamientos. No admitíamos ninguna esfera privada, ni aun dentro del cráneo del hombre. Vivíamos bajo la coacción de continuar lo empezado hasta su conclusión final, y nuestra mente estaba cargada hasta tal punto, que la más ligera colisión ocasionaba un cortocircuito mortal. Esto nos condenaba a una destrucción mutua.

Yo fui uno de ellos. Yo he pensado y actuado como debía hacerlo; he destrozado personas a las que quería, y dado poder a otras que no me gustaban. La Historia me colocó en el puesto que tuve, y he agotado el crédito que me concedió; si acerté, no tengo nada de que arrepentirme; si cometí errores, pagaré.
Tremendo. Tiene escenas particularmente interesantes. Tras unos días sin saber por qué se le acusa, Rusbashov es llevado a presencia de cierto oficial que resultó ser Ivanov, un antiguo camarada de armas. El diálogo entre ambos es impresionante. Una durísima discusión dialéctica entre un Ivanov que sigue siendo un hombre del Partido liderado por el «Número uno» y un Rusbashov que ha llegado a la conclusión lógica de que el Partido ya no representa al pueblo ni a la Revolución. Ivanov también es un miembro de la vieja guardia al que todavía le queda cierta simpatía por sus antiguos camaradas de armas, no así a su segundo, el «joven» oficial Gletkin, quien es partidario de la mano dura, o sea, de sacarle la confesión a Rusbashov de que es un contrarrevolucionario a sueldo de un gobierno extranjero (Alemania, aunque no se dice explícitamente) que entre otras cosas ha organizado un complot para asesinar al «Número uno».

Sí amigo lector, como habrás adivinado, Ivanov pasa a mejor vida desapareciendo de la historia (¿le habrán matado?, te preguntarás) y  Gletkin se encarga del interrogatorio. Aquí el autor se luce. Poco a poco Gletkin va conduciendo a nuestro pobre Rusbashov por el camino de la confesión, sin un atisbo de humanidad, con razonamientos lógicos y un poco de ayuda extra, y lo hace con tal maestría que Rusbashov, que si bien al principio despreciaba al inculto Gletkin, llega a sentir un gran respecto por él (y no es es el síndrome de Estocolmo, es mucho más simple: Rusbashov concluye que es la evolución natural, la selección del mejor adaptado, que es Gletkin y no él mismo) y así lo refleja en su diario: «¿Con qué derecho los que estamos en trance de abandonar la escena, miramos con tal superioridad a los Gletkin?»

El diálogo final con Gletkin es demoledor y por supuesto que nuestro Rusbashov capitula y firma su última confesión (siete en total). Ya todo le da igual, ha perdido la cuenta de cuanto tiempo lleva en ese juego, días horas, semanas… Y no puede más, quiere «dormir». El final de este enfrentamiento es demoledor:
—Usted cometió errores, camarada Rubashov, y pagará por ellos. El Partido solo le promete una cosa: después de la victoria, cuando llegue el día en que eso no pueda hacer daño, se publicarán los archivos secretos; y entonces el mundo sabrá lo que había detrás del teatrillo de títeres, como usted lo ha llamado, para que tuviésemos que moverlos con arreglo al manual de historia… —Dudó unos segundos, se arregló, los puños, y terminó algo torpemente, en tanto que la cicatriz se le enrojecía—: Y entonces, a usted y a algunos de sus amigos de la vieja generación, se les otorgará la simpatía y la piedad que hoy se les niega. […] 
—He dado orden de que no lo molesten hasta que se vea la causa —dijo Gletkin después de una corta pausa, otra vez tieso y circunspecto, pues la sonrisa de Rubashov lo irritaba. Y continuó—: ¿Tiene usted algo más que pedir?
—Dormir —contestó Rubashov, y se detuvo ante la puerta abierta; pequeño, envejecido, insignificante, con sus lentes y con su barba, junto al gigantesco carcelero.
—Daré órdenes para que no se perturbe su sueño —prosiguió Gletkin.
El final ya lo sabes amigo lector. Pero el final es lo de menos. Los diálogos, la maestría con que está hilada la historia, las reflexiones de nuestro protagonista, no hay nada en el libro fuera de lugar. No me extraña que esta novela le haya dado a Arthur Koestler fama internacional, pues es en verdad una obra maestra.

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